Por Verónica Toro
Fundadora de El Consultorio Literario
Abundancia de cosas diferentes, eso dice la definición de diversidad. Hace cinco años fundé El Consultorio Literario, una academia de escritura que viaja por Colombia enseñando escritura creativa. He pasado por empresas, hoteles, cárceles, universidades, cafés, apartamentos de todos los colores, y si algo sé hoy es que somos abundancia de cosas, de historias, pero se nos olvida.
A través de mi trabajo he tenido el lujo de presenciar el momento exacto en el cual mis alumnos (y de pasó yo) recuerdan que es esa abundancia de relatos la que nos hace humanos, ‘¿cómo es posible no querer a alguien al que le conocemos las historias?’, les suelo preguntar a mis estudiantes.
Para este artículo elegí tres recuerdos en los que vi el poder de recordar que todos cargamos memorias.
La primera historia comienza en Barranquilla, en un café con aire acondicionado helado y un grupo particular de asistentes a un taller de escritura: once mujeres de más de 45 años y un adolescente hombre de unos 14. En uno de los ejercicios les pedí que escribieran sobre el momento en el que había cambiado su vida y dio la casualidad que de las once mujeres, diez escribieron sobre la llegada de la menstruación. Imaginen el rostro del adolescente mientras escuchaba sobre la sangre, el cuerpo que de repente no te pertenece, el dolor, la vergüenza que no debía sentirse, las flores que papá por tradición debía dejar en la entrada de la casa. Por un momento sentí que el chico saldría corriendo, pero al final del taller, mientras yo recogía los materiales y revisaba la cuenta del café, se acercó muy tímidamente a donde yo estaba y me dijo: “hoy aprendí muchas cosas, no sabía que ser mujer era así de complejo, seré más amable con mi hermana”.
El segundo momento lo protagoniza una alumna a la que llamaremos Carmenza. La recuerdo perfectamente: tendría unos sesenta años y unas caderas anchas, le encantaban los vestidos de flores y los labiales rojos, era una de mis estudiantes del taller de creación de personajes; juiciosa, terca y bastante conservadora. A Carmenza le tocó crear un personaje hombre de 33 años. Recuerdo que les advertí que en los procesos creativos todo podía pasar y que a veces los personajes parecían tomar vida propia, querían hablar y decirnos cosas.
Empezamos a trabajar, a explorar partes de la historia de vida de cada personaje y cuando llevábamos unos 15 días escribiendo, recibí una llamada de ella. “Vero…”, me dijo, “estoy muy preocupada, ¿cierto que mi personaje es gay?”. Yo también lo venía sospechando pero había dejado que ella lo resolviera. Para ella fue un gran drama, no le gustaba el tema, no la habían criado para hablar de “esas cosas difíciles”. Colgamos sin dar una solución, tuve miedo de que se retirara del taller pero ella me sorprendió.
Días después, cuando nos volvimos a encontrar, le pregunté cómo iba con su dilema: “Ay Vero, es que mi personaje se pone tan feliz cuando encuentra a su amor… tanto que me pone feliz a mí”. No lo podía creer, a través de la ficción, a través de un tipo que ni siquiera existía, mi alumna estaba entendiendo un tema profundo: antes que sus sentimientos, primaba lo que el personaje amaba.
El tercer relato es sobre dos mujeres que no se caían nada bien y por pura casualidad llegaron al mismo taller. No me acuerdo bien cuál era la razón de su odio, quizás era un tema de creencias, alguna pelea en una junta del colegio, un color de piel diferente, pero les juro que podía sentir la tensión a través de la mesa que las separaba. La una no dejaba de mirar el celular, mientras la otra abrazaba su bolso como si este se le fuera a escapar.
Les pedí que escribieran sobre un secreto. Cuando terminaron, una de ellas alzó la mano, quería leer su historia, le temblaban las manos. Leyó sobre la noche en la que perdió a su hijo que aún no había nacido y mientras leía comenzó a llorar. Entonces la otra dejó su bolso en la silla del lado, se puso de pie y abrazó a la que lloraba. “Yo también perdí un hijo”, le dijo mientras le secaba las lágrimas. Lo escribo y aún se me
aguan los ojos de recordar cómo se olvidaron de todo lo que las separaba gracias a que se escucharon.
Necesitamos escucharnos las historias, las inventadas, las reales. Necesitamos recordar que todos somos humanos, que nos duelen cosas que otros no entienden, las situaciones por las que otros también han pasado, que hasta nuestros personajes ficticios pueden
enseñarnos sobre la felicidad. Somos diversidad y el mundo se convierte en un lugar mejor cuando lo recordamos.
Eso lo sé ahora.