Publicado 17 de octubre de 2023

La musa malvada

Este artículo es un extracto del libro El peligro de estar cuerda, de la editorial Seix Barral, escrito por la periodista española, Rosa Montero Gayo, escritora y periodista española, Premio Nacional de las Letras del Ministerio de Cultura, España (2017), quien es una de las invitadas a la versión 33 del Congreso Creemos, creamos, potencial sin límites. En este texto, Montero nos relata cómo los artistas luchan con situaciones de adicción que, si bien les ayudan en su proceso creativo, se convierten en una cárcel para lograr expresar sus más profundos sentimientos.

Por: Rosa Montero, Escritora y periodista

Créeme, los artistas son por lo general unos adictos. Puede que se controlen (yo lo intento), pero el temperamento adictivo está ahí (por ejemplo, fumé tres paquetes de tabaco al día durante veinte años). Los artistas se drogan para mantener el fuego interior, la energía que se devora a sí misma; y para desinhibir aún más esa corteza prefrontal ya de por sí desinhibida, como decía Dierssen.

Para facilitar la asociación de ideas; para fomentar las emociones. Para acallar al yo consciente, que es el mayor obstáculo que existe contra la creatividad, un miserable enemigo íntimo que te susurra venenosas palabras al oído: no puedes, no sabes, no vales, no lo vas a conseguir, todos los demás son mejores que tú, eres una impostora, vas a hacer el ridículo, ríndete de una vez a la adversidad. En realidad, crear es como hacer el amor, o como bailar en pareja; yo, que soy de la generación hippy, nunca aprendí a bailar agarrado y lo hago mal.

Pero a veces estoy intentándolo con alguien y sucede un prodigio: de pronto me doy cuenta de que llevo un buen rato sin pisarlo, moviéndome al unísono de mi compañero con la ondulada ingravidez de las algas mecidas por las olas. Eso sí, justo en el momento en que me hago consciente de ello, pierdo el ritmo, tropiezo, se acaba la danza milagrosa.

Para bailar bien, para hacer bien el amor y para escribir bien hay que anestesiar al yo controlador. Y las drogas ayudan. Sí, ayudan al principio, pero después destruyen y matan. La historia del arte en general y de la literatura en particular está llena de alcohólicos, opiómanos, cocainómanos y yonquis de todo tipo de porquerías. Y el proceso es siempre semejante: la musa química primero acaba con la obra y luego, con el autor. «Entonces estuve borracho durante muchos años y después me morí», dejó escrito en un cuaderno Scott Fitzgerald.

Curiosamente, una droga que tuvo su momento entre los creadores fue el café: Voltaire se tomaba cincuenta cafés al día, Balzac cuarenta y Flaubert combinaba decenas de ellos con vasos de agua helada. Nietzsche era adicto al cloral, un sedante hecho a base de cloroformo; Freud y Robert Louis Stevenson, a la cocaína; Valle-Inclán le dio duro al hachís, al igual que había hecho antes, en la década de 1840, Baudelaire, que lo tomaba en el Club des Hashischins junto a Balzac, el pintor Delacroix, Théophile Gautier y Gérard de Nerval. El opio, en especial, ha tenido siempre grandes seguidores: «De todas las drogas, el opio es la droga», decía Jean Cocteau. Y también: «El opio permite a quien lo toma dar forma a lo informe». ¿Y no es eso lo que perseguimos todos los artistas? Opio tomaron Shelley, Wordsworth, Byron, Keats, Flaubert, Rimbaud. Y De Quincey decía, entusiasmado, que el opio descorría los velos «entre nuestra consciencia presente y las inscripciones secretas del espíritu».

Por cierto, el muy drogota De Quincey terminó fatal, con una grave disociación y horribles pesadillas. Por no hablar del opiómano quizá más famoso de la historia de la literatura, Samuel Coleridge, que vio su célebre poema «Kubla Khan» en un sueño inducido por la droga (se levantó y apuntó corriendo los versos, pero solo recordó una parte). Incluso una persona como Octavio Paz, que era un enorme escritor pero que parecía un señor muy formal y muy serio, dijo lo siguiente: «Las drogas suscitan las facultades de la analogía, ponen los objetos en movimiento, hacen del mundo un inmenso poema de versos rimados y ritmos».

En cuanto a la cocaína, empezó a extraerse de las plantas de coca en 1860 y enseguida fue considerada una sustancia extraordinaria: el mercado se inundó de pastillas, jarabes y elixires de coca. A Julio Verne le parecía «un tónico maravilloso». El joven y emprendedor Mark Twain pensó en montar un negocio que consistía en ir al Amazonas a recolectar coca «y comerciar con ella en todo el mundo». Durante meses estuvo dándole vueltas al proyecto e incluso se puso en camino en dirección a Perú con un billete de cincuenta dólares que encontró en la calle, pero solo llegó hasta Nueva Orleans. Esta genial historia la cuenta Sadie Plant en su fascinante libro Escrito con drogas. También dice que, según algunos autores, las visiones de santa Teresa de Jesús y otros místicos podrían estar facilitadas por sustancias psicoactivas, como el cornezuelo del centeno. El cornezuelo es un hongo que ataca a los cereales; comer la harina infectada provoca una enfermedad llamada fuego de san Antonio que fue bastante común en la Edad Media y que produce síntomas terribles: convulsiones, demencia e infecciones gangrenosas mortales. Pero, si se toma en poca cantidad, lo que provoca son alucinaciones. El cornezuelo tiene un alcaloide, la ergolina, a partir del cual se sintetizó el LSD en 1938. Y antes ya se había extraído de ahí la ergotamina, un medicamento para la jaqueca que he tomado en grandes dosis durante toda mi vida (esto no tiene nada que ver con la historia: tan solo es que me he quedado patidifusa). Yo ya había leído en otros autores la probable influencia del cornezuelo del centeno en pintores como el Bosco (ese delirio abigarrado), pero desconocía lo de los místicos. Y hay algo aún más impactante que cuenta Sadie Plant: al parecer hay un autor, John Man, que menciona la coincidencia de algunos acontecimientos históricos con momentos climáticos favorables a la proliferación del cornezuelo, que quizá provocara una suerte de alucinación colectiva. Y señala la persecución de brujas en Massachussets en la década de 1690 (las famosas brujas de Salem) y el periodo del Terror de la Revolución francesa.

Aún nos resta por mencionar las otras drogas, los barbitúricos de Truman Capote, las anfetas de Philip K. Dick… Aunque, más que del artista, las anfetaminas han sido la droga preferida del político: Kennedy, Churchill, el primer ministro británico Anthony Eden… Y Hitler, que se inyectaba metanfetamina ocho veces al día. Otros escritores probaron con la mescalina, como Jean-Paul Sartre, que se pasó años viendo crustáceos que le perseguían; o con el peyote y, sobre todo, el LSD, la droga de Timothy Leary y sus pirados, pero que también fascinó a Aldous Huxley, que sostenía que necesitaba colocarse «para poder acceder a la vida inconsciente», y que hizo algo que siempre me espeluznó: estaba agonizando de un cáncer de laringe y le pidió a su esposa, por escrito porque ya no podía hablar, que le inyectara LSD en los momentos finales. Y eso hizo ella. O sea que Huxley murió en medio de un viaje de ácido; se negó a usar morfina porque decía que quería fallecer con la mayor claridad mental posible. Aunque, hija como soy de la época lisérgica, no sé si a eso se le puede llamar verdaderamente claridad mental.

Pero la droga reina del artista y muy en especial del literato es el alcohol. «La bebida realza la sensibilidad. Cuando bebo mis emociones se intensifican y las pongo en un relato. Los relatos que escribo cuando estoy sobrio son estúpidos. Todo aparece muy racionalizado, sin ningún sentido», dijo Scott Fitzgerald a una amiga en los comienzos de su descenso a los infiernos.

El alcohol es la plaga mayor de los escritores, en especial durante el siglo xx. De los nueve premios nobel de literatura norteamericanos nacidos en Estados Unidos, cinco fueron desesperados alcohólicos: Sinclair Lewis, Eugene O’Neill, William Faulkner, Ernest Hemingway y John Steinbeck. Algunos autores consiguen dejarlo antes de matarse, como el nobel O’Neill, que se retiró del trago a los treinta y ocho años, o como Stephen King, tras haberse metido de todo en la década de los ochenta: «Me tomaba veinticuatro o veinticinco latas de cerveza al día y además todo lo que  pueda imaginarse: cocaína, Valium, Xanax, lejía, jarabe para la tos…». Y Bukowski repite una y otra vez con horror en su libro autobiográfico La enfermedad de escribir que, tras pasarse siete u ocho años «solo bebiendo», fue internado en el ala para pobres del hospital general, con el estómago perforado y vomitando sangre. Estuvo a punto de morir, pero lo que más le espantaba era lo de haber acabado en el ala para pobres; evidentemente lo consideraba la mayor degradación de su vida. Después de aquello solo bebió cervezas, un recurso típico del alcohólico, con las cuales también se cogía sus cogorzas, pero menos graves.

Curiosamente en el mundo anglosajón siempre se han reconocido de manera más abierta esos problemas con la bebida. Quizá porque durante mucho tiempo incluso fueron mitificados, como si las borracheras te hicieran mejor escritor. Algo de eso hubo también en España en la generación de mis mayores, de los escritores que tenían cuarenta y cinco o cincuenta años cuando yo tenía veinte: los he visto beber con bárbaro entusiasmo y alardear de la hermandad del alcohol y el talento creativo. Pero en nuestra cultura esas cosas se esconden bajo la alfombra, como si no debieran nombrarse.

En The Thirsty Muse: Alcohol and the American Writer (La musa sedienta: el alcohol y el escritor americano), de Tom Dardis, el autor dice: «A lo largo de los años, muchos de nuestros mejores artistas han aceptado la conexión [entre arte y alcohol]. De hecho, varios han declarado que no tenían más elección que beber, y mucho, si querían trabajar al máximo de su arte». Esto es lo más chocante: que, aun siendo muy conscientes de los destrozos que el trago causaba en sus vidas, muchos de ellos no se dieran cuenta de que, a medida que avanzaban en su adicción, sus obras iban siendo cada vez peores, hasta llegar en ocasiones a enmudecer por completo. Entiendo lo que los llevaba al alcohol, lo hemos dicho al principio: aumenta la emocionalidad, potencia la desinhibición, amordaza al yo controlador. Ni Hemingway ni Fitzgerald podían escribir sin estar borrachos, por ejemplo. Pero la bebida es una musa maligna y traicionera, una asesina que, antes de matarte, te embrutece, te humilla y te arrebata la palabra.

Como decía con escaldada veteranía Charles Bukowski, «beber ayuda a crear, aunque no lo recomiendo».

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Este texto es una muestra del pensamiento de Rosa Montero, quien sostuvo una conversación con el escritor y periodista colombiano Héctor Abad Faciolince en el marco del Congreso de Asocajas sobre “El peligro de estar cuerda: Ser raro no es nada raro”. Ambos escritores recordaron anécdotas de su experiencia personal en procesos creativos y Rosa nos explicó otros temas que investigó y aborda en su libro sobre cómo funciona nuestro cerebro al crear, desmenuzando todos los aspectos que influyen en la creatividad y crean la “tormenta perfecta”.

 

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