Por: Jesús Rodríguez, Periodista Invitado
Ciento setenta años luego de la abolición de la esclavitud en Colombia, sigue siendo necesaria la pedagogía sobre el racismo. Siglo y medio después de que José Hilario López sancionara en 1851 la Ley por la cual se les permitió a los esclavos adquirir los mismos derechos y obligaciones consignados en la Constitución de la Nueva Granada, es preciso recordar que la segregación racial no solo es una violación a los derechos humanos, sino que también es un delito.
Sin embargo, un cambio en la legislación no significó que la esclavitud terminara. Durante ese periodo, reconocido en el campo de los estudios afrocolombianos como “un siglo del silencio racial”, no se ejecutó ningún programa, decreto o acción a favor de la inclusión. Como afirma la escritora chocoana Velia Vidal, “que existan leyes no significa que cambien los sistemas de creencias”.
Tuvieron que pasar ciento cuarenta años para que en 1991 fuesen reconocidos, finalmente, los derechos del pueblo negro, afro, raizal y/o palenquero. Entre ellos, el derecho a la participación política, a la propiedad colectiva de la tierra y a la protección de su memoria.
A pesar de todos los avances normativos, la llegada de una mujer afro al segundo cargo más importante de la política nacional dejó al descubierto el profundo racismo que habita en nuestra sociedad por los comentarios que se desataron en redes sociales, tanto por su color de piel como condición social. Un flagelo que ha mutado a la par del tiempo, la cultura y la lengua, permaneciendo oculto como polvo debajo las alfombras.
Por eso resulta importante entender que los cambios culturales no son el resultado de la reglamentación de una norma, sino del derribamiento de los sesgos y estereotipos que sostienen los imaginarios colectivos. Cambiar los sistemas de creencias significa, entonces, interrumpir el ciclo que nos ha llevado a perpetuar el abandono de las comunidades étnicas a lo largo de la historia.
Según cifras entregadas por del Departamento Administrativo Nacional de Estadística, el volumen total de individuos que se autorreconocen como integrantes de comunidades negras, afrocolombianas, raizales y/o palenqueras alcanza las 4.6 millones de personas, representando el 9,3% de la población nacional. Sin embargo, más del 30% de estas comunidades habitan en centros poblados o zonas rurales, y alrededor de un 37% vive en condición de pobreza; lo que deja en evidencia la necesidad de diseñar políticas y programas enfocados en este sector.
La cultura y la educación, un antídoto contra el olvido
Para las comunidades afro, una de las formas de hacer frente al olvido, ha sido a través de la cultura. A pesar de su tardío reconocimiento, los cambios sociopolíticos más importantes para la conservación de su memoria tuvieron lugar gracias a los avances en materia política gestados durante el siglo XX. En pocas palabras, ha sido la preservación de su cosmología y formas de vida lo que ha mantenido vivo al pueblo afro en medio del conflicto.
Su gran valor radica en el sentido de pertenencia que expresa un individuo al nombrarse parte de un colectivo, compartiendo su identidad y su visión del mundo. Razón por la cual resulta prioritario propiciar espacios de representación para que sean las mismas comunidades, a través de sus representantes, símbolos y formas, quienes lideren el tránsito hacia un futuro posible, en el que la política no sea la solución ante la carencia, sino el medio a través de cual se propicie el desarrollo.
Sin embargo, la educación también ha sido una deuda histórica, solo el 14% de los jóvenes que se autorreconocen como parte de una comunidad afro logran ingresar a la universidad, y solo el 1,8% han alcanzado un nivel de posgrado. Ejecutar los cambios necesarios para el acceso universal a la educación no es asunto que se resuelva en un periodo de gobierno. La transformación de nuestra realidad es posible únicamente en la medida que se reconozcan los derechos de unos y otros.
La raza ha sido un concepto que nos ha dividido a lo largo de los años. Ha llevado a que se considere en algunas sociedades que hay seres de primera y segunda categoría, y que el color de la piel es un argumento suficiente para trazar barreras ideológicas, muros y hasta fronteras entre países.
Colombia debe saldar la deuda histórica con todas aquellas personas que han entregado hasta su último aliento por cimentar el camino que hoy recorremos. Y son los jóvenes quienes han retomado sus palabras y han abanderado esa necesidad de cambio, a partir del reconocimiento de la diversidad como una oportunidad para construir desde la diferencia. Son quienes hoy exigen a los gobernantes enfrentarse al reto de pensar en soluciones que realmente respondan a las necesidades del país.
La reflexión debe centrarse, entonces, en lograr que sea la pedagogía sobre la igualdad y no la discusión sobre el racismo lo que defina nuestra agenda.
La educación, por su parte, es la herramienta que nos permitirá derribar los estereotipos raciales que nos dividen como sociedad. La empatía es la única manera de luchar contra el racismo, dicen por ahí, y tiene sentido. El reconocernos a nosotros mismos en la piel del otro es también asumir su historia, su voz, sus luchas. Es también anhelar sus sueños y perseguir sus ideales. El cambio en el paradigma no basta con reconocerse como alguien no racista, sino que debemos ser también antiracistas.
Declarar que cada vez que una persona es despojada de su humanidad por la violencia racial, nos traza una misión como ciudadanos: preservar la vida y su dignidad por encima de todo. Rompamos el ciclo. Que el color no nos divida nunca, sino que nos reúna en un matiz de posibilidades.