Evocar al pasado como un tiempo mejor es una regla social. Quién no ha escuchado a sus abuelos, padres o tíos contar que antes tenían más libertades de salir a la calle, vivían más seguros y menos expuestos a herramientas tecnológicas que vuelven a niños y jóvenes esclavos de una pantalla. Es una realidad dolorosa que se vio agravada por la pandemia por el COVID-19, al obligar a la educación a transformarse en un sistema virtual y lejos de los entornos naturales. Acabó con las risas en las calles, parques y colegios. Nos dejó imágenes de niños atemorizados de quitarse un tapabocas por miedo a contagiarse.
En medio de una tarea loable, profesores y maestros han buscado la forma de crear condiciones favorables para educar a través de una pantalla a niños y niñas, aún encontrándose con casos en donde no cuentan con acceso a un computador o internet. Con el regreso a clase, poco a poco se va a recuperar ese ruido impregnado de alegría y goce, en el que los niños volverán a sentirse libres. No obstante, en medio de la “normalización” de estos nuevos estilos de vida, no se puede perder de foco el objetivo principal: la transformación de entornos y sistemas de la educación tradicional.
El modelo con el que se educó a varias generaciones hoy está en entredicho, en especial, por preferir las aulas y los espacios cerrados por encima de la educación al aire libre. La relación con lo natural se ha perdido; los juegos tradicionales como el escondite, la “lleva” o cosas tan sencillas como un partido de fútbol, han desaparecido poco a poco, tampoco es habitual ver a los niños saltando de charco en charco bajo la lluvia. La paranoia y el miedo se han apoderado de una sociedad que día a día busca cómo reducir el riesgo, coartando la posibilidad de que niños y niñas de tomen sus propias decisiones en entornos al aire libre, salgan de su zona de confort y se enfrenten a sus propios miedos.
Precisamente sobre los espacios abiertos y la educación, desde hace 15 años, la experta en infancia e innovación educativa Heike Freire viene trabajando en la implementación de la pedagogía verde, una idea que nace de la Biofilia, el concepto que acuñó Erich Fromm para referirse al amor por lo natural. Para Heike, la pedagogía verde es el camino para comprender la educación como una herramienta que no solo atiende la parte intelectual del ser, sino que le da igual importancia a su desarrollo sensorial y emocional. Su fundamento es que el ser humano en su contacto con la naturaleza recrea situaciones de vida que, a través de su imaginación y la intuición, lo obligan a buscar soluciones que le permiten adquirir competencias y habilidades para que en un futuro tome decisiones propias con base en sus sentimientos y necesidades.
“Si una persona no sabe lo que siente, no puede construir su vida, no puede tomar decisiones”, dijo Heike Freire en intervención durante el primer Festival de Educación organizado por Asocajas y Santillana. Interactuar con la naturaleza es su consigna, a la que le suma crear entornos lo menos tóxicos posibles para impulsar espacios de aprendizaje en los que el eje central sean la vida y el cuidado de la tierra. “La recomendación es sacar a los niños y las niñas a ambientes más saludables. No trasladar la naturaleza a las aulas, porque son espacios artificiales y tóxicos”, agregó la experta española, quien se cuestiona qué tipo de “hijos” le estamos dejando al mundo. “La pedagogía verde es un enfoque a futuro, pero que tiene repercusiones inmediatas en los modelos de educación. Mi planteamiento está centrado en tres niveles: la relación del ser humano consigo mismo; la relación con las demás personas, es decir, la sociabilidad; y la relación con el entorno”.
Para Heike Freire, un entorno tóxico va desde un ambiente familiar complejo y condiciones sociales con necesidades insatisfechas, hasta entornos urbanos y escolares que imposibilitan el desarrollo de habilidades básicas –o de supervivencia–. Materiales como el caucho, el plástico, los colores chillones y de fuerte estimulación y el exceso de tecnología son un obstáculo para que el ser humano pueda desarrollar todo su potencial y las habilidades necesarias que se logran al estar en contacto con un entorno natural. Son estos espacios con los que los seres humanos han estado en contacto desde hace miles de años los que han permitido la evolución de la especie.
La experta explicó su teoría a partir de una semejanza entre el ser humano y semilla: las semillas hay que regarlas y cuidarlas para que puedan desarrollar todo su potencial genético, lo mismo sucede con los humanos, porque al no permitir a los niños sentir la tierra entre sus dedos, el pasto en sus pies, saltar entre las piedras o nadar en un río, se les está impidiendo desarrollar habilidades como su motricidad, equilibrio, agilidad, fuerza y pensamiento crítico para solucionar sus problemas. De ahí que Freire, en su charla con el estudiante de Pedagogía, Alberto Rocha, insistió en que el juego en entornos naturales otorga mayor sensibilidad frente a la vida. Ambos académicos coincidieron en que se debe promover el juego de menores en ambientes como bosques porque facilitan el desarrollo.
“Muchos investigadores creen que el cerebro del ser humano es tan desarrollado porque jugamos. A través del juego nos adaptamos a los entornos y aprendemos a transformarlos. El juego es muy importante en el ser humano, al punto que tenemos relatos de niños y niñas en situaciones de guerra, campos de concentración, que no dejan de jugar”, dijo Freire. A su vez, explicó que el juego debe ser espontáneo y no una actividad programada por un adulto, porque es la forma de estimular la imaginación a partir de la interacción con la naturaleza. “Es la esencial de nuestra especie”, concluyó Freire. Alberto Rocha, a su vez, preguntó sobre la necesidad de transformar los currículos de educación, pues cuanto más temprano estén expuestos los menores al medio natural, más se construirá ese vínculo con la vida. La respuesta fue clara: los educadores tienen que velar por acompañar a los menores y romper con la biofobia, el miedo a la vida con el que hoy vivimos.
Uno de los principales responsables de que hoy los niños y niñas vivan con un miedo constante es la tecnología, que si bien no es inherente a lo sistemas educativos ni a la vida cotidiana, los ha encerrado en si mismos y en espacios de poca interacción con la naturaleza. “Especialistas ya hablan del concepto de autismo virtual, porque niños de 3 y 4 años pierden la base del contacto visual y la comunicación verbal por estar pegados a las pantallas. Hay problemas de conexión emocional porque no existen espacios como el juego”, señala Heike Freire. Para la experta, esta situación incrementó los problemas de obesidad, sedentarismo, hiperactividad y déficit de atención, por lo que la pedagogía verde es la apuesta para generar más habilidades cognitivas (atención, intuición, memoria), mayor bienestar emocional, habilidades sociales (empatía y comunicación), creatividad, salud y desarrollo.
Por ejemplo, el uso del celular ha complejizado las relaciones sociales de los adolescentes acostumbrados a interactuar en un mundo virtual. “Es preocupante, porque personas de 16 años sufren de adicciones a la tecnología y las pantallas. Cuando un niño sufre por esto, hay muchas posibilidades de trabajar para desengancharlo. Hay que revisar si no se está escondiendo detrás de la tecnología por miedo a emprender una relación social o porque tiene una mala imagen de el mismo”, agregó la experta española. La tarea es cambiar la posición en la relación entre el niño y la tecnología, que no se vuelva un dependiente porque con el paso del tiempo será más difícil que se logre desarrollar. “Hay mucho trabajo que hacer porque los seres humanos somos muy excesivos y nos polarizamos, entonces, o todo o nada. La tecnología es alfo que está en nuestras vidas, hay que usarla sin ser usada por ella”, concluyó Freire.
La sobreprotección es otro elemento que juega en contra del desarrollo de los niños y niñas en entornos naturales. Rocha manifestó que hoy hay muchos protocolos de seguridad que incrementan el miedo de los padres para sacar a los menores al aire libre. A lo que Heike Freire respondió que existe una necesidad de adecuarse y de reconsiderar el concepto de seguridad diferente al riesgo y al peligro. “Pensamos que estamos seguros cuando estamos quietos o estamos encerrados, cuando realmente el concepto de seguridad tiene que ver con las capacidades. De manera que cuando a los niños y niñas les protegemos de manera pasiva, les estamos dejando paradójicamente desprotegidos y nuestra propia política de seguridad, va a ser que necesitemos más seguridad porque son niños que no son capaces de medir el riesgo”.
Tanto Heike Freire como Alberto Rocha coincidieron en que no se puede aprender sin riesgo y sin salir de la zona de confort, por lo que la seguridad debe ser un concepto activo y participativo. El rol del educador es transformar el sistema educativo tradicional en las aulas de clase, donde los peligros son escasos y los espacios son controlados por los adultos, coartando la imaginación de los niños y niñas. “Cuando sales, no sabes cómo controlar el entorno. Hay que terminar con la necesidad de controlar y adquirir la capacidad de generar otro tipo de vínculo con las niñas y niños para que desarrollen competencias de autonomía. Es una pedagogía de la confianza, en la que se definen límites partir de las capacidades de los alumnos. Es todo un cambio muy grande de actitud”, dijo Freire.
La pandemia fue otro gran enemigo del avance de la pedagogía verde, un camino que estaba transformando los espacios educativos y sistemas escolares. “Tenemos niños hoy excesivamente adoctrinados por su falta de contacto con la naturaleza (…) El COVID-19 aumentó los comportamientos de biofobia y retrasó su desarrollo. Se lavan las manos hasta 13 veces al día. El encierro y la falta de contacto les ha generado ansiedad, desnutrición y estrés”, concluyó la experta. El objetivo ahora es acelerar la creación de espacios sanos en los que la escuela se adapte a las actuales necesidades de la infancia y bajo la premisa de “enseñar amando la naturaleza y la vida”. En pocas palabras, volver a la niñez, a los espacios de juego en los parques, bosques, ríos y praderas. En las que lo s niños tengan la libertad de caerse, golpearse, sortear soluciones y enfrentarse a los peligros que permitieron la evolución.
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