Por: Martha C. Nussbaum, Profesora distinguida de derecho y ética, Universidad de Chicago; Premio Kyoto a su trayectoria, 2016; Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales 2012
Estamos en medio de una crisis de inmensas proporciones y de grave trascendencia global. No, no me estoy refiriendo a la pandemia del coronavirus. Al menos todos sabemos que eso se trata de una crisis terrible que debemos afrontar. No, me refiero a una crisis que, como un cáncer, pasa notoriamente desapercibida; una crisis que, a largo plazo, probablemente será mucho más nociva para el futuro del autogobierno democrático: una crisis mundial en la educación.
Se están produciendo cambios radicales en relación con lo que las sociedades democráticas les enseñan a los jóvenes, y estos cambios no han sido debidamente estudiados. Sedientos de ganancias nacionales, los países y sus sistemas de educación están descartando descuidadamente ciertas habilidades que se necesitan para mantener vivas las democracias. Si esta tendencia continúa, las naciones de todo el mundo pronto producirán generaciones de máquinas útiles, en lugar de ciudadanos completos que puedan pensar por sí mismos, criticar la tradición y comprender el significado de los sufrimientos y los logros de otra persona. El futuro de las democracias del mundo está en juego.
¿Cuáles son estos cambios radicales? Las humanidades y las artes están siendo eliminadas, tanto en la educación primaria y secundaria como en la educación superior y universitaria, en prácticamente todas las naciones del mundo. Consideradas por los responsables de la formulación de políticas como adornos inútiles, en un momento en que las naciones deben eliminar todas las cosas inútiles para seguir siendo competitivas en el mercado global, están perdiendo rápidamente su lugar en los planes de estudio, así como en las mentes y los corazones de padres e hijos. De hecho, lo que podríamos llamar los aspectos humanistas de la ciencia y las ciencias sociales – el aspecto imaginativo, creativo y el aspecto del pensamiento crítico riguroso – también están perdiendo terreno, ya que los países prefieren aspirar a obtener ganancias a corto plazo mediante el cultivo de habilidades altamente útiles y aplicadas, adecuadas para la obtención de beneficios.
Esta crisis, en mi propia nación y en muchas otras, se debe a la falta de reflexión sobre qué es una nación democrática y a qué ideales aspira. En este espacio voy a conectar el problema de la educación con un cambio de pensamiento necesario: de un paradigma que trata el crecimiento económico como el único índice del progreso de una nación, a un paradigma que se enfoca en la igualdad humana y en la capacidad de los seres humanos para elegir actividades que los motiven a valorarlas: lo que durante mucho tiempo he llamado capacidades humanas, habilidades inherentes a la idea de una vida merecedora de la dignidad humana.
Nada podría ser más crucial para la democracia que la educación de sus ciudadanos. A través de la educación primaria y secundaria, los jóvenes ciudadanos forman, en una edad crucial, hábitos mentales que los acompañarán durante toda su vida. Aprenden a hacer preguntas o no a hacerlas; a tomar lo que oyen al pie de la letra o sondear más profundamente; a imaginar la situación de una persona diferente a ellos mismos o a ver a una nueva persona como una mera amenaza para el éxito de sus propios proyectos; a pensar de sí mismos como miembros de un grupo homogéneo o como miembros de una nación, y a ver un mundo, formado por muchas personas y grupos, todos los cuales merecen respeto y comprensión.
La forma estándar de evaluar el progreso de una nación es el crecimiento económico, medido por el PIB per cápita. Ese crudo paradigma descuida, por supuesto, la distribución y puede otorgar altas calificaciones a países como Colombia o Estados Unidos, donde la desigualdad es grande e incluso aumenta. Tampoco reconoce el hecho de que la calidad y la dignidad de una vida humana es plural y no singular: requiere centrarse en la salud, en la inclusión política, en el empleo, en resumen, una larga lista de capacidades humanas independientes.
El paradigma del crecimiento le sugiere a muchos educadores que la ciencia y la tecnología son de crucial importancia para la salud futura de sus naciones.
No deberíamos tener ninguna objeción a la buena educación científica y técnica, y no sugeriré que las naciones dejen de aspirar a mejorar en este sentido. De hecho, la ciencia básica, orientada a la verdad y no exclusivamente al lucro, es a menudo un fuerte aliado de las humanidades en la lucha contra el empobrecimiento educativo.
Mi preocupación es que otras habilidades, igualmente cruciales, corren el riesgo de perderse en la ráfaga competitiva; habilidades internamente determinantes para la salud de cualquier democracia y para la creación de una cultura mundial aceptable, capaz de abordar de manera constructiva los problemas más urgentes del mundo. Si, en cambio, nos centramos en el respeto por la dignidad de cada ciudadano y en el cultivo de una amplia gama de capacidades para la elección de actividades valiosas, nos dirigiremos hacia un conjunto diferente de habilidades.
Estas habilidades están asociadas con las humanidades y las artes: la capacidad de pensar críticamente; la capacidad de trascender las lealtades locales y de abordar los problemas mundiales como “ciudadanos del mundo”; y, finalmente, la capacidad de imaginar comprensiva y compasivamente la situación de otras personas. Si no cultivamos estas habilidades, nuestras democracias pueden verse socavadas desde adentro, en un proceso que el gran educador indio Rabindranath Tagore llamó “un suicidio gradual por encogimiento del alma”.